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Yo también te quiero


Karín se cubría la cabeza y los ojos, haciendo lo posible por ocultar que lloraba mientras recibía los golpes macizos de Dante. El dolor físico no era tanto como el dolor emocional en ese momento. Las miradas de horror puro se hicieron unánimes en el improvisado público que se formó en la clínica del seguro. Los ojos de Dante estaban tan dilatados que sus iris parecían no existir. Como su tuviera ojos casi completamente negros. Su semblante era el de placer sádico que pocas personas habrían visto en persona.
-Yo quiero a mi niño y él me quiere a mí, yo lo sé- se dijo Karín mientras seguía impávido ante el ataque. Esta frase se había convertido en su oración diaria desde hacía 12 años desde que Dante había venido al mundo.
De pronto, Dante se dio cuenta que estaba en público. Con cuidado, bajó los puños y le dijo a su padre:
-Achis, papá, ya no me dejes ganar, ¿eh? Tampoco soy bueno en las “luchitas”, no exageres.
Karín, sorprendido, se dio cuenta de que estaban en un “área prohibida” para los exabruptos de Dante y quedó aliviado.
-Bueno, m’ijo, así es como te echo porras. Para la otra ya no te dejaré ganar, lo prometo-continuó la farsa Karín.
La gente que se había arremolinado alrededor de ellos no estaban muy convencidos, pero estaban cansados y con frío, así que rápidamente se fueron dispersando.
-Ehm… ¿López Dante?- llamó una enfermera joven.
-¡A la orden!- dijo el niño mientras saludaba como soldado e iba corriendo hacia el pasillo donde atendían las consultas de rutina para medicina del deporte.
-Pasa con el doctor Reséndiz al consultorio 102, Dante- le dijo la enfermera, sonriente. Afortunadamente para el niño, ni elementos de seguridad ni la enfermera habían visto el violento episodio o los habrían sacado de la sala de espera.
Karín despidió a su hijo con la mano mientras iba a consulta y fingía una sonrisa. Una mujer vieja y de rostro enjuto se sentaba a su derecha y no había dejado de mirarlo desde que inició la golpiza. La expresión al mirarlo era de lástima. Después miró al niño con expresión de ternura y mientras cosía un pañuelo que parecía tener al menos 20 parches de telas distintas, dijo con voz aguardentosa:
-Mis niños también fueron tercos. Yo alguna vez estuve en tu lugar. Me dejaban “aruñada”, no querían comer mis guisos. Hasta llegaron a matar a mi perrita que tenía desde que estaba jovencita.
Karín recordó en ese momento la razón por la cual estaban en la clínica. Era una consulta de seguimiento por una fractura en el pie. Hacía unos meses, Dante iba caminando a la escuela cuando vio a un perro callejero. Éste, curioso, olisqueó al niño pues buscaba comida y en la zona un carnicero bonachón le había dado de comer. Dante no tuvo tanta paciencia y no soportó que se le acercara tanto. Los ojos del niño se ennegrecían mientras echaba para atrás el pie derecho para tomar impulso. Pateó al animal con tanta fuerza que se rompió el pie. El animal moriría con mucho dolor unos 40 minutos después. Dante regresó a casa cojeando para que su padre lo llevara al hospital. Le pusieron un yeso y tuvo que estar con muletas durante unas semanas. Sin embargo, al niño no le molestaba andar solo y al día siguiente del “accidente”, regresó al mismo lugar, sólo para volver a ver la expresión de dolor del perro que seguía en la calle y ya empezaba a mosquearse. Dante le platicó toda la historia con el mayor de los gustos a su padre, quien no dejaba de horrorizarse por el monstruo que era su hijo.
-Sí, es difícil que los niños aprendan. Pero, señor, a fé mía que sí aprenden. Mire, usté tiene ventaja. Es más grande que el niño todavía. Yo lo aproveché y ahora mis niños, aunque no son los mejor portados, son la luz de mi vida. Ya no me lastiman, ni a nadie más. El truco está en aprender su lenguaje. Claro que sí nos quieren, pero a su modo, ¿Me entiende?- la vieja sonreía mientras notaba la expresión de “iluminación” de Karín. El hombre no la había visto a los ojos en todo ese rato, pues seguía inmerso en sus pensamientos. Volteó sonriente a mirarla para agradecerle el consejo, pero se le disolvió la sonrisa al notar que a la señora le faltaba el ojo derecho y tenía la cuenca expuesta.
-Sí… mis niños fueron de lo peor… ANTES. Peor para mí porque eran dos. Pero las soluciones las confeccionamos nosotros y siempre hay a la medida. Terminó de coser el pañuelo y se lo tendió a Karín, quien hacía un pésimo trabajo para ocultar sus ojos hinchados -Anda, hijo, sécate los ojos. Y que el amor te guíe adelante.
El hombre miró a la señora levantarse e irse al fondo de uno de los otros pasillos de la clínica, donde parecía haber más consultorios.
Dante volvió un par de minutos después de su plática con la mujer. Karín tenía una sonrisa de oreja a oreja cuando vió a su pequeño llegar con la energía que tenía. El niño miró a su padre y quedó desconcertado por la expresión de gusto que tenía. Ya se había acostumbrado a su cara de sufrimiento y le disgustaba verlo feliz.
Salieron de la clínica y subieron a su camioneta.
-¿Todo bien, campeón?-continuaba sonriente Karín.
-Bueno, ya no tienes escudo. El acto ya terminó y me puedes dejar en paz. Quien te chinga soy yo, no tú a mí. Acuérdate que aunque tengo doce años, yo soy más hombre que tú y cuando sea grande, te podré despedazar a patadas- dijo hastiado Dante.
-Hijo, ya lo entendí al fin. No nos hemos entendido antes, pero al fin veo que yo soy el que debe aprender a hablar tu lenguaje. Para que sigamos viviendo como familia.
Dante estaba cada vez más molesto y Karín lo entendía. En el trayecto, la tierra del terreno se levantaba y hacía una polvareda. El hombre se estacionó cerca del establo. El niño, bajándose, dio una vuelta detrás de la camioneta para tomar por sorpresa a su padre y patearlo, sin sospechar que Karín aún sonriente, tomó el bate de beisbol que tenía bajo el asiento del piloto.
Dante se despertó con un fortísimo dolor de cabeza. Notó que estaba boca abajo. Por un momento no entendió dónde estaba y notó la paja a su alrededor. Los sonidos de cascos de los caballos cerca de él le ayudaron a ubicarse. Intentó levantarse, pero sólo pudo mover los brazos. Volteó a ver por qué no le respondían las piernas y gritó de horror. Las tenía rotas.
Empezó a gritar de dolor y desesperación, pero sólo los caballos parecieron escucharlo. Cada uno había sido víctima de sus torturas y todos tenían las cicatrices. Los animales sólo se limitaron a hacer un medio círculo alrededor de él, como jueces sin piedad.
Dante trató de arrastrarse, y al mover las manos sobre la paja, encontró un papel con una caligrafía muy delicada. El niño lo leyó y abrió los ojos con pavor. El mensaje decía:

“Yo también te quiero, mi niño”.

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