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La Reina Tamar y el pájaro condenado


La jaula de Niko se ensuciaba más y más. Los fluidos de él se acumulaban contrastando de horrible forma con los preciosos detalles de temas marinos plateados. A veces se mecía fuertemente para vaciar de suciedad lo más posible su jaula, pero no siempre lo lograba. Con suerte, los desechos se secarían y solidificarían y lo dejarían de ahogar con el olor. Su habitación parecía un abismo blanco. Parecía más grande de lo que era; un cubo de 10 x 10 x 4 metros. La jaula en la que vivía, pendía de una cadena soldada al techo.
El  rostro blanco de Niko con trabajo conservaba los rasgos de un ser joven. Tenía marcas de heridas en todo el cuerpo, algunas frescas, sin sanar. Tenía un ojo vaciado y rengueaba de su lado izquierdo, por tener un hueso roto en el pie que no pudo curarse apropiadamente. La tensión en la que vivía estaba cerca de acabar con él. Para nunca olvidar su propósito, tenía el constante recordatorio del dolor al que debía someterse, pues el estrecho tragaluz del cuarto proyectaba un haz de luz que debía llegar al centro del piso de su habitación para que la tortura iniciara. La ansiedad tragaba con fauces enormes a Niko mientras se acercaba la hora.
Niko empezaba a hiperventilar con ojos desorbitados. Ni bien tocó el sol la marca del suelo, se oyó el doble golpe en el portón de la habitación. Niko batía alas, soltando alaridos que tensaban a los propios guardias reales que abrían su cámara.
-Mi bello pájaro, las doce en punto son ya-dijo la voz retumbante de la vieja reina madre-Pregunta cómo mi Real Corte hoy me verá.
Niko había aprendido mucho antes que negarse a preguntar lo indicado sólo era retrasar lo inevitable, pero eso no borraba las pesadillas a las que había sido sometido en el proceso.
-Se-se-se-ñora… -tartamudeó Niko -Sus súbditos verán en usted a una belleza más que sagrada. Si algo sufriese, mil veces prefiero ser yo quien sangrara.
Como respuesta, la vieja reina sonrió, mostrando un canino faltante de su lado derecho. Alzó su mano, mostrando a Niko unas pinzas de hierro con conchas y peces grabados bañadas en plata.
La Reina Tamar se aproximaba con malicia hacia la jaula. La cola de su vestido rojo y negro con ágatas engarzadas se extendía 3 metros en el suelo. Mientras, un guardia de cada lado de Niko jalaba las cadenas unidas a sus muñecas, forzándolo a pegarse al frente de la jaula.  Un tercer guardia tomó de la cabeza a Niko, forzándolo a abrir la boca. La Reina, emocionada, con ojos depredadores, acercó las pinzas a su boca y tomó su diente canino de su lado derecho.
-¡Que el reino de Cólquida recuerde que el único pájaro capaz de volar lejos de aquí lo aprisioné yo!-gritaba triunfal mientras reía.
Comenzó a jalar del diente mientras Niko empezaba a lagrimear y gemía de dolor. La vieja tenía muchos años sobre la Tierra, pero conservaba fuerza suficiente para provocar un dolor poderoso a los demás.  La sangre de las encías del joven escurría por la mano de la reina mientras ella giraba y jalaba con más fuerza, hasta poner un pie sobre un barrote de la jaula para apoyarse y tomar impulso. Mientras Niko gritaba, la reina Tamar quedaba encantada:
-¡Canta, bello pájaro; nada me da más placer que tu hermoso canto!
Finalmente, después de varios intentos, la reina Tamar logró sacar el preciado diente. De inmediato, un paje sosteniendo un cojín de terciopelo rojo con bordado de peces de plata se acercó a la reina, quien puso el diente sobre el cojín.
-Avise a mis médicos que ya tenemos el diente y podemos comenzar a hacer la operación-dijo Tamar mientras Niko ponía los ojos en blanco y se desmayaba. Los días anteriores lo habían dejado más débil y la pérdida de sangre lo afectaba desde antes. El guardia que lo tomaba de la cabeza, lo soltó y Niko cayó en un golpe seco. Su traje de plumas azules era lo único que lo cubría y ocultaba un poco sus heridas y su dignidad.
-Su Excelencia-dijo en tono afirmativo el paje mientras bajaba la cabeza y hacía una reverencia.
Un segundo paje entró al cuarto sosteniendo con dos manos un saco pequeño, del tamaño de un puño. Se detuvo ante la jaula del joven y roció el contenido del saquito en un recipiente plateado en el suelo de la jaula; finalmente, se retiró con los demás. Era alpiste para el almuerzo por milésimo día consecutivo.
Normalmente, el joven quedaba exhausto por estos episodios continuos y quedaba inconsciente durante un largo rato que llegaba a ser de varias horas.
-¿Qué más me queda para darle, si no es mi vida? Pronto me desollará, cuando quiera sustituir su piel arrugada- Pensó cansado Niko, al despertar.
La reina Tamar era orgullosa hasta la náusea. Terminada su operación dental, con un espejo de mano miraba fascinada la sustitución del diente que había perdido por varias enfermedades que ya cargaba a sus 70 años.
-¡La perfección tiene nombre y es Reina Justa Tamar de los Bagrátidas!- dijo, para sí misma, sonriente y presumida.
Sus vestidos rojos permanecían consistentemente de ese color jaspeado después de casi vaciar de sangre a Niko. Ella prefería no mandarlos a lavar para conservar el color carmín en ellos, como recordatorio de quién mandaba ahora.
Tamar estaba convencida de que Niko debía ser un espejo de su sufrimiento. Un merecido ojo por ojo. Cualquier herida que ella recibiera, él debía tener una igual. Nadie era más culpable del dolor de ella que Niko.
El único momento en el que Tamar se podía sentir y mostrar vulnerable era en su cámara. Prefería pasar poco tiempo allí, por verse obligada a enfrentarse consigo misma en su silencio punzante. Al conciliar el sueño, poco antes de quedar completamente inconsciente, el terror la abrazaba fuerte con una ansiedad de más de medio siglo, recordando a su primer amor, un jovenzuelo de 16 años, de finos rasgos, como los de un halcón, con cabello castaño oscuro y ensortijado, de ojos amarillos. El joven, después de un rápido cortejo, tuvo el mayor de los deleites al dejarla después de haberla embarazado. Tamar vería en la misma colina donde se reunían antes su enamorado y ella, sólo que ahora, el lugar de Tamar lo ocupaba una nueva doncella, quien besaba suavemente al chico; él se dió cuenta de la presencia de Tamar, que se escondía a unos metros tras un árbol, y él, divertido, le guiñó un ojo. El dolor y la sorpresa que Tamar sentiría, sería suficiente para provocarle un aborto. Ese mismo día juraría guardar el secreto de su humillación y permanecer sin rey consorte. 
Pasaría 50 años de luto por su amor, día a día más amargada y aún dolorida, hasta un día en que salió a ver las olas en la costa para animarse. Veía a marineros y pescadores caminar por la arena, como figuritas de cerámica en movimiento en un diorama. Pero uno de ellos particularmente llamó su atención. Un joven cetrero miraba hacia el mar, dando la espalda a Tamar. Él tenía un halcón perchado a su espalda, y el animal extendió sus alas, como si fueran uno solo. Entonces, el chico se volteó y Tamar quedó con un hueco en el estómago. Era idéntico al artífice de su dolor. Mientras más feliz veía al muchacho, más montaba en cólera. Qué atrevimiento, qué ofensa tener la impunidad de ser feliz sin el consentimiento de ella. Y pronto él sabría el error que cometió al estar esa mañana en las playas del Mar Negro.
El traje de pájaro que tenía Niko estaba especialmente diseñado para evitar que se lo quitase. Su rostro estaba permanentemente cubierto con un antifaz de oro en forma de pico. Le costó trabajo, pero aprendió a comer así.
Uno de los pocos placeres que gozaba era su ventana que daba al mar, por donde a veces entraban varias aves a comer parte del alpiste de Niko, quien lo compartía con gusto, con sus amigos temporales. La reina pensaba que era más bien una tortura, pues le mostraba así, un mundo que ya no volvería a ver en libertad, pero a Niko le daba esperanza y una razón para seguir vivo. También tenía la esperanza de ver de nuevo a su halcón, su amigo más querido.
Una madrugada, la reina tenía un mal sueño. Se había soñado a sí misma siendo devorada viva por halcones, águilas y buitres, culminando en el momento en el que un halcón enorme picoteaba su corazón. Se levantó en un ataque de ansiedad, con la firme intención de desquitar su miedo contra Niko. Tan asustada y apurada estaba que fue sin su escolta al cuarto de la jaula, tomando las tijeras que guardaba en uno de sus tocadores. 
Niko dormía, o intentaba hacerlo, pero sentía que algo no andaba bien. Se quedó quieto a esperar a ver qué pasaría. Oyó el abrir del cerrojo de su cuarto y vio los ojos de odio de Tamar. Empezó a gritar por el miedo a no saber qué le haría. Decidida, tomó otra llave y por primera vez en mucho tiempo, abrió su jaula. El tiempo pasó lento mientras Tamar ponía ambos pies dentro de su jaula. Niko gritó, con tal pánico, que varios vasallos a muchos metros a distancia jurarían que fue el llamado de un halcón. Al momento, decenas de pájaros llegaron volando hasta la ventana abierta de Niko y atacaron a la impávida Tamar, que no entendía de dónde venían tantas aves. Lograron distraerla mientras ella gritaba de dolor mientras era picoteada en la espalda, la cabeza y todos lados donde no se cubriera.
Niko, aún con sus heridas y su cojera, entendía que la reina le dió sólo un camino a seguir y  pronto, únicamente uno quedaría con vida. Tamar cayó al suelo, aturdida por los aleteos, zarpazos y picoteos. Tan distraída estaba, que no vio venir el último picotazo, del antifaz de Niko, directo a su corazón.
La mujer, destronada, parecía más pequeña y más común sin sus ataviados vestidos, y con un camisón de dormir.

La parvada, comenzó a volar en círculo alrededor y sobre de la jaula, defecando sobre ella. Niko, viéndolo a distancia, notaba a cada ave y las fue reconociendo. Todas habían ido a visitarlo en algún momento mientras estuvo preso. Cada ave fue saliendo gradualmente por la ventana, hasta que quedó una sola parada en el marco. Su halcón. Niko sonrió a verlo. Su amigo lo llamó a la ventana y Niko obedeció, subiéndose a la ventana y juntos, emprendieron el vuelo.

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